A comienzos del siglo xx, el arte y sus instituciones fueron sometidos a la crítica de un nuevo espíritu democrático e igualitario. El suprematismo de Malévich, el futurismo de Marinetti y el trabajo de los artistas de la Bauhaus desacreditaron tanto la noción de la obra de arte como objeto sagrado, como la función preservativa de los museos y las promesas de eternidad materialista que estos auguraban.
En términos de Boris Groys, esto sentó las bases para el desarrollo de un “realismo directo”: un arte sin producto, que no produce objetos sino prácticas destinadas a no sobrevivir, como las performances, las instalaciones y el arte relacional. Con ello, se cumple uno de los objetivos más radicales de las vanguardias: el arte abandona su distinción y sus privilegios, y se entrega a la corriente del tiempo, a la disolución que pesa sobre el flujo de todas las fuerzas materiales.