En 1520, Alberto Durero, el artista más famoso del norte de Europa, zarpó ansioso hasta Zelanda, una de las doce provincias costeras de los Países Bajos, para ver por primera vez una ballena. Nadie pintaba o dibujaba el mundo como él y sus representaciones capturaban el frágil espíritu de las bestias, las personas y la naturaleza. Su arte fue una revelación que ha perdurado hasta nuestros días: nos mostró quiénes somos y predijo nuestro futuro.
Sin embargo, Durero estaba hundido en la melancolía: acababa de perder el respaldo de su mecenas, el sacro emperador romano, y deseaba conocer mundo. En este momento de su vida, la ballena se convirtió en su ambición final.